El (inaplicado) principio delimitador del Tratado de los Pirineos: la divisoria de aguas
Para ponderar adecuadamente el origen y la aportación de la Comisión Caro-Ornano resulta necesario referirse, aunque sea brevemente, a las controversias territoriales y representaciones cartográficas de la frontera franco-española que precedieron la creación dicha Comisión. En buena medida, ambas cuestiones estaban intrínsecamente ligadas, en tanto en cuanto, a partir del Tratado de los Pirineos, el reconocimiento geográfico y cartográfico de esta cordillera cumplió, entre otros objetivos (como, muy especialmente, los de orden militar, policial y fiscal), el de poder materializar correctamente la línea fronteriza entre ambos reinos. Este objetivo, a su vez, resultaba especialmente necesario en aquellas zonas aquejadas por conflictos entre las comunidades de uno y otro país atribuibles a la persistencia de espacios transfronterizos indivisos o delimitados de manera confusa; conflictos en buena parte espoleados o agudizados por la presión sobre los recursos agro-silvo-pastoriles existentes en dichos espacios.
Aunque el artículo 42 del Tratado de 1659 justificaba las ganancias territoriales francesas consagradas por el mismo con una mezcla de argumentos historicistas y naturalistas, al indicar que «los Montes Pirineos, que habían dividido antiguamente las Galias de las Españas, harían también en adelante la división de estos dos mismos Reinos», lo cierto es que no precisó una metodología clara para ejecutar dicha delimitación sobre el terreno, más allá de señalar que «para convenir esta división se nombrarán al presente Comisarios de ambas partes, los cuales juntos de buena fe declararán cuáles son los Montes Pirineos que según este artículo deben dividir en adelante los dos reinos, y señalarán los límites que han de tener». Como bien han mostrado algunos estudios, el reparto derivado del Tratado de Llívia, firmado el año siguiente para aclarar la aplicación del citado artículo 42 en relación con la Cerdaña, se basó mucho más en los objetivos geoestratégicos de la monarquía francesa (que, como potencia vencedora de la guerra, negoció el acuerdo desde una posición política y militar dominante), que en cualquier criterio de tipo histórico o topográfico.
Más aún, la determinación de un criterio preciso de delimitación que permitiera concretar sobre el terreno, y para el conjunto de la frontera franco-española, el principio establecido en el Tratado de los Pirineos, apoyado implícita o aparentemente en la línea divisorio de aguas (esto que Sermet denominara «la doctrina orográfica»), y que el Tratado de Paz de Basilea (firmado el 22 de julio de 1795) pareció confirmar y precisar, nunca llegaría a aplicarse con carácter generalizado. Y ello, en buena parte, fue así porque, como se puso de manifiesto en algunas de las negociaciones de límites planteadas en los siglos XVIII y XIX, una partición apoyada rigurosamente en dicha divisoria, que dejara todos los territorios de la vertiente norte de la cordillera en manos francesas y los de la vertiente sur en las españolas, hubiera entrañado para ambos países cesiones difíciles de asumir, algunas de ellas de considerable entidad geográfica: ya fuera en favor de los intereses franceses (como en el caso del Valle de Arán, los valles andorranos o el valle de los Alduides, todos ellos situados en la vertiente norte), ya en beneficio de los españoles (caso de ciertos territorios localizados en la vertiente meridional, como el Bosque de Irati y la Alta Cerdaña, anexionada a Francia en virtud del Tratado de Llívia). Como expusiera el informe final de la Comisión de Límites que preparó el Tratado de Bayona de 1856:
Contrariamente a una opinión extendida, ni el Tratado de los Pirineos ni ninguno de sus actos subsiguientes contenían ningún reglamento general de delimitación ni de definición de los derechos y costumbres consagrados por el tiempo entre las poblaciones respectivas. De ahí los conflictos que provocaban tan a menudo el desorden entre los distritos limítrofes. De ahí también todos los intentos de los dos Gobiernos para hacer desaparecer las causas de los problemas mediante un arreglo internacional de las diferencias.
La cartografía pirenaica y las primeras tentativas modernas de delimitación de la frontera occidental. La cuestión de los Alduides
Desde 1635 en adelante, con el estallido de la guerra franco-española que culminará precisamente con el Tratado de los Pirineos, los intentos de representar de forma cartográfica la frontera pirenaica se suceden por razones fundamentalmente militares, así como para ilustrar los importantes cambios territoriales derivados de dicho Tratado. Pero es solo a partir de que las relaciones franco-españolas entran en un período de paz relativamente estable y duradero (no exento, en todo caso, de algunas fases de tensión), tras la Guerra de Sucesión al trono español, cuando se emprende y elabora el primer mapa detallado del conjunto de la cordillera, obra de los ingenieros militares Roussel y La Blottière, encargado por el Ministerio de la Guerra francés en 1716 y publicado en 1730, tras casi quince años de trabajo.
Con sus sesgos, imperfecciones y limitaciones, algunos de los cuales se han apuntado en trabajos previos, este mapa, presentado, en su formato final o de síntesis, en ocho hojas a escala 1:216.000 (aunque basado en trece mapas parciales de escala ca. 1:36.000), siguió siendo utilizado ampliamente por los militares franceses hasta los tiempos del Primer Imperio, e incluso en 1809, en plena ocupación napoleónica de la península, se editó en Londres una copia parcial referida exclusivamente a la vertiente española. Las diversas hojas del famoso mapa de Cassini referidas al sector pirenaico, levantadas a escala 1:86.000 mediante triangulación geodésica y publicadas en los decenios de 1770-1780, siendo mucho más rigurosas que el mapa de Roussel-La Blottière, sólo comprenden de forma completa la vertiente francesa, y el límite fronterizo representado en ellas resulta en buena medida teórico y general.
En realidad, será un problema de límites local, el conflicto de los Alduides, el que acabará impulsando el más ambicioso proyecto para cartografiar la frontera pirenaica ideado hasta entonces. En efecto, los incidentes en este sector, situado en el límite entre la Navarra española (o Alta) y la francesa (o Baja), se multiplican a lo largo del XVIII, en paralelo con otros localizados en la frontera navarra, como los relativos al Bosque de Irati o a los tramos limítrofes entre el Valle de Aézcoa y el Pays de Cize, y entre el Valle del Roncal y el Pays de Soule y el Valle de Baretous. A excepción de Soule y Baretous, hasta 1512 todos esos territorios pertenecían al Reino de Navarra, desarrollado a caballo de ambas vertientes pirenaicas. Tras la división política de éste, la pertenencia de algunos de esos espacios montañosos, caso de los Alduides, antigua posesión del rey de Navarra, muy abundante en pastos y bosques (en especial de haya), quedó sin resolver, enfrentando a los vecinos de Valderro (capital del Valle de Erro), en el lado español, con los de Baigorri, en la parte francesa. Como ha resumido Arvizu, Valderro consideraba estos terrenos de su propiedad, mientras que Baigorri sostenía que eran tierras indivisas, de uso comunal. Los concejos españoles de Baztán, Valcarlos y Roncesvalles poseían también derechos de uso (regulados por facerías) sobre estos montes.
Desde la división del Reino de Navarra, la conflictividad sobre el uso de los Alduides motivó diferentes negociaciones y acuerdos entre las monarquías española y francesa, como las Capitulaciones Reales de 1614, que establecían, mediante mojones, una delimitación precisa de los espacios utilizables por las distintas poblaciones de la zona. Pero a partir del siglo XVIII la disputa entre los vecinos de Valderro y Baigorri adquirió una intensidad creciente, salpicada de episodios de violencia, al aumentar considerablemente la población del lado francés y potenciarse en éste la ganadería ovina, mucho más necesitada de superficies para pastos que la bovina. En su tesis doctoral, Arvizu identifica nada menos que 65 incidentes registrados en la zona entre 1702 y 1781, los cuales, además de aprehensiones de ganado entre los vecinos de uno y otro reino, incluyeron varias incursiones armadas acompañadas de actos de pillaje y destrucción de casas, bordas y otros bienes materiales, así como de heridos y fallecidos. No en vano, tanto este autor como Sermet han considerado el problema de los Alduides como «el asunto más importante y serio de toda la frontera franco-española de los Pirineos».
A lo largo del Ochocientos se suceden periódicamente nuevos intentos de resolver la cuestión, acompañados, en algunos casos, por actos de amojonamiento y por la confección de mapas destinados a auxiliar a los negociadores en el conocimiento del terreno, así como a ilustrar las reivindicaciones de cada parte y las propuestas de delimitación planteadas o aprobadas. Así ocurre, por ejemplo, con el Tratado de 1717 (no ratificado por el rey español, y por tanto sin validez), que dio lugar a dos vistosos mapas levantado por el geógrafo francés Hyppolyte Matis y el ingeniero militar español Francisco de Mauleón; o con las negociaciones iniciadas en 1768 por una comisión mixta dirigida por el Barón de Grandpré y el mariscal de campo Antonio Ricardos, en el marco de las cuales se confeccionaron diversos mapas y croquis cartográficos, como el levantado de manera conjunta por ingenieros españoles y franceses en 1769. Estas negociaciones, interrumpidas infructuosamente en 1776 ante la negativa española a aceptar la propuesta francesa, constituirán el antecedente y punto de partida más inmediatos de la Comisión Caro-Ornano, a la que nos referiremos de manera detallada en los apartados siguientes.
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